La primera vez que la vi llevaba un piloto rojo, (que me hizo prometerme que "de grande" me compraría uno) y un paraguas del mismo color, el pelo prolijo, la ropa elegante, el perfume importado.
No parecía admitir muchas lecturas esta abogada cool de Buenos Aires, con su departamento en Las Cañitas, su francés, sus clases de Esgrima, sus amigos embajadores, sus cafés con medialunas en el bar Kaloi, su vinito blanco "bien frappé". Sus cremas, su París de Yves Saint Laurent, sus Roger & Gallet, sus relojes, sus anillos. Sus taxis. Su peluquero, su depiladora, su manicura y pedicura, su masajista, su cosmetóloga, su modista.
Y sin embargo no tardé en descubrir que con ella nada era tan simple o claro, ni "solamente". Todo era un "sí, pero", un "no, pero", un "bueno, pero"... Quería decir, quería sonreír, quería compartir, quería querer y quería dar, pero siempre -ya al final quizá por inercia-, algo quedaba en su bolsillo.
Durante la infancia yo era su "escritora preferida", o su "ratita valiente". En la adolescencia me convertí en su Amèlie, "siempre repartiendo amor". Una noche puse la mesa en el patio, cuando salió la miró maravillada y me dijo "Se le ve el amor".
Pero los 90 de repente se pusieron complicados. Y cuesta saber qué atribuir a la complejidad propia de la adolescencia, y qué a las dificultades de una mujer difícil que nunca tuvo hijos, para convivir de repente con tres -ajenos y ya creciditos.
Socialista con deslices retrógadas; amaba mis scones y budines pero me retaba por el lío en la cocina; feminista hasta la médula, se calzaba los guantes de goma para lavar los platos con traje sastre y tacos. Generosa y amarreta; abierta y escondedora; familiera pero recelosa de mi viejo.
Yo, a pesar de sus mil contradicciones, quería quererla simplemente. Pero también a eso se resistía. Conté por acá cómo el día que "me hice señorita" me entregó un pedazo de algodón sin mucha más ceremonia. No conté el día que me pegó y le dijo a mi papá que había sido al revés. O el día que me dijo "Tu hermano es un ladrón". O los escándalos que podía hacer si le "comíamos" algo de la heladera. Cosas y cositas que hacían difícil descifrarla. Te llamaba y te decía "Hola nena?" y antes de que pudieras contestarle o preguntarle algo, arrancaba; "Bieeeennnnn! Me estoy preparando unos churrasquitos de cuadril, con una ensaladita, y un vasito de vino... " Y así -todo en diminutivo- bla, bla, bla, te relataba hacia atrás la semana entera. A veces se acordaba de preguntar qué tal te iba.
Así era Bea.
Hace unos 7 años se enfermó. Primero le extrajeron el tumor del colon. Al mes descubrieron que ya había células cancerígenas en los pulmones. Metástasis. Bea tenía un cáncer avanzado. Le dieron 18 meses de sobrevida, que ella convirtió en 80 y pico. Y digo "convirtió" porque nadie más que ella pudo asumir semejante actitud ante la vida.
Ante la evidencia de la muerte, decidió abrazar su existencia. Aceptó -no sin sufrimiento- que el matrimonio con mi papá estaba terminado, se aferró a Hebe y Tini -dos amigas de acero inoxidable-y a su trabajo como Defensora del Pueblo; encaró cuanto tratamiento y cirugía le tocó, hizo viajes laborales y de placer y conservó esa coquetería a toda prueba, incluso cuando eso incluyó una peluca.
Faltaba poco más de un mes para mi casamiento, y ella ya se había mandado a hacer el traje.. Confiaba de verdad en que iba a estar ahí. No fue agradable oírla llorar al teléfono a la salida del Civil, postrada por el dolor de la cirugía. Pero creo que fue lo más quejumbroso que le oí en todos estos años. Y mirá que tuvo con qué hacerse la víctima.
A fines de abril el año pasado algo se iluminó en su cara cuando almorzando al lado del mar le dije que había un bebucín o bebucina en camino. A su manera expresó la emoción. Con más palabras que actitud corporal. Pero como la conozco -la conocía- sé que estaba de verdad emocionada.
La semana que esperábamos a Tomás se instaló en Buenos Aires, encerrada entre cuatro paredes para protegerse del calor. Se volvió sin la buena nueva porque el pequeñín se tomó siete días extra en la panza.
Los últimos meses, puedo afirmar que lo único que le hacía olvidar su propio ombligo era "Tomasito, el bomboncito". Lo llenaba de regalos, y -ya en cama, con tubo de oxígeno- planeaba un gran evento para presentárselo a su familia.
Durante años lloré una y otra vez con los pronósticos médicos que Beatriz se empeñaba en desafiar. Hasta que, como dijo un amigo en el cementerio sábado, logró convencernos a todos de que ese día nunca iba a llegar.
El viernes 9 de agosto por la mañana mi papá, el hombre de su vida, sentado al lado de su cama, la vio irse dormida.
Se fue, y nos dejó cosas. Nada por escrito, por supuesto, porque ella seguía empecinada en que se iba a levantar, para reformar la cocina, como me había dicho, hacer la reunión familiar y comprarse un cero kilómetro, entre otras cosas.
Lo que nos dejó hay que rastrearlo en nuestros seres. Seguramente, como dijo Pablo, nos va a llevar un tiempo saber qué lugar ocupó Bea para cada uno de nosotros.
A mí principalmente me dejó un modo feminista de ver el mundo,. De chica la acompañaba al Centro de la Mujer Maltratada, donde era voluntaria, agarraba sus libros sobre movimientos de mujeres y miraba su foto con Alicia Moreau de Justo. Nunca me voy a olvidar que donde mi papá, desde Tribunales, investigó a un Loco de la Ruta, Beatriz destapó una red de trata de mujeres.
Me legó también su coquetería, con esa fe ciega en las cremas y la pasión por la pilcha. El buen comer, que ya me había inculcado mi mamá pero que ahora incluía sabores nuevos; la costumbre de caer en casa ajena siempre con algo rico, algún regalito o ramito de flores. ...Esta tendencia a decirlo todo en diminutivo.
Un piloto rojo furioso que no olvidé comprar, y la enseñanza de que siempre hay tiempo para optar por la vida, mientras dure, hasta el último día.
Feliz miércoles, muchachada.