Ramiro la esperaba en la terminal de Tres Cruces. Llevaba un buzo azul de capucha y jeans gastados. Lo saludó algo nerviosa. Él, en cambio, se mostraba relajado. Había cambiado mucho desde aquella noche en la playa, dos años atrás. Estaba más desenvuelto, hacía chistes y sonreía. Se sentía cómoda con él. Condujo su Fiat azul hasta Ciudad Vieja. “Te quedás en casa, sin ningún compromiso”, le dijo él, más como una orden que una invitación.
No le había mentido con lo del día soleado. Estaba atardeciendo cuando se sentaron con sendas reposeras en el pequeño patio trasero.
- ¿No tenés que ensayar?
- Sí, ya nos juntamos a la mañana.
- Ah, ¿y todo bien?
- Sí, arrancamos a las nueve.
- Bueno, ahí estaremos, ¡Pilsen en mano!- dijo ella, y él rió. Se acercó un poco con la silla. - ¿Me podés decir quién me manda a mí a trabajar con un tipo como éste? No quiero que sea lunes.
- Claro, ta, pero vos tenés que cambiar tu situación.
- ¿Le mando un mail diciéndole que no laburo más? Mirá si por miedo a que lo denuncie me hace algo…
- Date aire. Decile que estás en cama. Después vas viendo…
- Puede ser… -No lograba descifrar qué grado de interés tenía Ramiro en ella.
Esa noche fue al tablado, y esperó paciente que arrancara la murga. Se sintió un poco zonza, sola. Pero con el correr de las horas, el cansancio, y las cervezas, sintió cómo su cuerpo se entregaba a la noche estrellada. Cuando, en el momento de la retirada, Ramiro pasó con el tambor junto a ella vio la transpiración sobre la sien que le corría el maquillaje y sintió un cosquilleo. Le sonrió, y él devolvió la sonrisa con un guiño. Al terminar, ya vestido de jeans y buzo, la buscó y caminaron hasta su casa. En el camino se hizo un largo silencio. Entonces él la besó con gusto a yerba mate. Cuando llegaron, la desvistió a medias sobre un colchón que había en el piso e hicieron el amor a la pálida luz que venía de la calle.
IX
- ¿De dónde lo conocés?
- ¡Iba conmigo al colegio! – Gritó él desde el baño. Se estaba lavando la cara antes de salir camino a Tristán Narvaja.
- ¿Y por qué quiere hacer negocios con vos?
- No lo sé –salió del baño con una toalla en la mano. – Será que me ve seco de plata. Pero ya le dije que la cortara. – Se acercó y le dio un beso en el cachete. Ella le alcanzó un mate.
- Creo que me voy a ir a caminar. – Vio cómo Ramiro se quedaba tieso.
- ¿No venís conmigo?
- ¿A la feria?
- Claro…
- Bueno… puede ser, un rato, pero no quería estar ahí como una molesta.
- Será un honor para mí.
La feria era mucho más grande de lo que recordaba. El puesto de Ramiro llevaba su apellido –Romanini- y estaba rodeado de otros similares. Las primeras dos horas Lucrecia se entretuvo hojeando libros de Galeano, Fuentes, Onetti... Ramiro le alcanzó uno finito de Mauricio Rosencoff. “Es mi regalo”, le dijo, “Está basado en la vida de Fosforito… una especie de Chaplin montevideano”, se lo sintetizó. Lucrecia sonrió, un poco sonrojada, y se sumergió en las primeras líneas.
Estaba abstraída en la lectura cuando escuchó una voz familiar. Era Andrés, que ya le estaba ofreciendo su mejilla con barba de tres días para darse un beso. Llevaba un jogging de marca famosa, con unas “championes” de la misma marca que, según dijo, había comprado por sólo unos pesos en una feria de Retiro.
- ¿Hay mate che?- Lucrecia lo miraba un poco desconfiada. No sospechaba que las cosas entre ambos amigos estuvieran bien.- Sí, tomá, está un poco fresquito- Le alcanzó ella, simulando simpatía.
- Anoche me vino a ver al tablado. – Apareció de pronto Ramiro, después de concretar una venta de La Caverna, de Saramago, por 90 uruguayos.
- ¿Quién? ¿Ella?.
- Sí, marmota, si te dije que venía a Montevideo.
- Ah, ¿y qué te pareció?
- ¡Me gustó mucho!- dijo ella, recibiendo el mate de regreso y cebando uno nuevo para Ramiro. Él la miraba con el mentón bajo, y ojos chispeantes. Ella alcanzó a hacerle una seña con la mano y las cejas, como preguntando “¿Qué hace este acá?” Él le respondió – también mediante señas – que le explicaría después.
La presencia de Andrés interrumpió la calma que habían conseguido durante la mañana. Pidió un pucho prestado, hizo llamados por celular, puteó a los gritos y derramó agua del mate sobre una primera edición de Girondo. ¿Sería siempre así o tendría un mal día?, se preguntó Lucrecia. En cambio, nada parecía perturbar a Ramiro, que apenas se limitó a pasar un trapo seco sobre la portada amarillenta y sonreír como si tal cosa.
Almorzaron una torta frita cada uno, con Coca Cola light ella, y cerveza ellos. Después de comer, algo empezó a incomodarla. No llegó a descifrar si eran los repentinos silencios de Ramiro, o la ansiedad de Andrés. O quizá la certeza de que llegaría el momento de volver a Buenos Aires y enfrentar algún tipo de solución con Vicenti. Aprovechó para sacar el tema:.
- Andrés, ¿al final en qué quedaste con mi jefe?- Usó las dos últimas palabras adrede, buscando complicidad con su interlocutor.
- Mirá… - Lo vio también a él buscar las palabras adecuadas. – La cosa marcha.
- ¿Pero qué cosa? Los productos del laboratorio, o…?
- No, vos ya sabés. Esta noche llega el primer cargamento. Y acá con Rami vamos a ir a buscarlo. – Lucrecia se quedó perpleja. Vio a Ramiro bajar la mirada y darse vuelta.
- ¿Esta noche?
- Sí, Lucre, después te cuento bien.
- ¿A qué hora cerrás acá?
- A las dos…
- Yo me voy con vos a tu casa, agarro mis cosas y me vuelvo.
- Creía que…
- No sé qué creíste… ¡Ni me importa!
La restante media hora hasta que la feria se empezó a levantar transcurrió en silencio. Andrés dio alguna excusa para desaparecer. Ellos se quedaron embalando los libros. Lucrecia oscilaba entre la bronca y la desilusión. De verdad había imaginado un romance a distancia. De esas distancias que no duelen, casi cinematográficas. Y no era tanto la idea de mezclarse con un pinche de narco lo que la amedrentaba, sino sentir que la estafaban. Ahora se veía acorralada, y aunque ansiaba volver pronto a su casa, y despertar el lunes como si todo hubiera sido un mal sueño, sabía que allá las tendría difíciles. “¿Qué era lo que se había podrido tanto, como para que un murguista, vendedor de libros, terminara enredado con dos tipos así?”, pensó de golpe, y no encontró respuesta.
X
Era apenas un bolso de mano. Tomó el cepillo de dientes, su champú y su acondicionador del baño, los envolvió una bolsa y comprendió que no había mucho más que la retuviera allí. De repente sintió un miedo enorme a la soledad o la pérdida, o algo parecido. Era un sentimiento de desasosiego que no experimentaba hacía años, desde que había cortado con Nicolás, y ni siquiera. Empezó a ralentar sus movimientos. Fingió enviar un mensaje de texto con el celular y entró al baño con una excusa. Buscaba que Ramiro reaccionara, le pidiera disculpas o le prometiera salirse del negocio. Pero él, sentado en la puerta, con la vista clavada en sus zapatillas, no emitía sonido. Ni siquiera le dirigía una mirada. Para pasar a su lado, Lucrecia le tocó un hombro con suavidad. Él se corrió apenas, sin mirarla.
- Ramiro, me voy – le dijo con un tono más duro del que hubiera deseado.
- Bueno… suerte.- Lo oyó murumurar.
Se sintió perdida. Miró hacia delante, la calle bañada en un sol de media tarde, y la Ciudad vieja sumida en una profunda siesta. Desde Plaza Zabala llegaba el chirrido de una cortadora de hierro. Estaba arrepintiéndose de la decisión que acababa de tomar. Pero resistió una vez el impulso de darse vuelta. Se sintió cruel por jamás preguntarle a Ramiro qué lo había llevado a aceptar la propuesta de Vicenti. Quizá tendría una urgencia económica; no lo sabía. En realidad no sabía nada de él. Recordó de pronto aquella vez en que un ladrón entró a la casa de su jefa por la terraza, ató a toda la familia, juntó cuanto objeto de valor encontró y por último, tomó un disco de Jaime Roos autografiado que pertenecía a la hija menor; quizá el botín más preciado de su atraco. A la par que en su cabeza se entremezclaba todo esto, sus piernas avanzaban en dirección al centro. No sabía bien a dónde iba. Giró sobre sí misma, y ya no vio a Ramiro en la puerta. Una brisa de aire fresco le movió un poco el pelo, y alivió el sopor. Anheló con fuerza que sonara su celular.
Siguió caminando hasta que encontró un colectivo que la acercaba a Tres Cruces. Vio por la ventanilla la ciudad sin vida. Ya en la terminal de ómnibus, parada frente al puesto de una empresa de larga distancia, comprendió que todo lo que ella era, y todo cuanto tenía, lo llevaba consigo. Fue una verdad dura. Entonces acarició la posibilidad de viajar en otra dirección.
Uhh, uh, u... muy largo para mí.. jeee ;)
ResponderEliminarEstá bueno el final así, bah a mi me gustan esos finales.
ResponderEliminarLo tuve que leer dos veces, se me mezclaron los tiempos. Pero me gustó.
Beso
pero sigueeeee!!!
ResponderEliminargracias por las opiniones
cariños
=)
Ahh entendí mal! Pensé que era la última..jeje!
ResponderEliminarIgual me gusta! Beso