VI
- ¿A Colonia? No, dejame de joder.
- No, boludo, nos reunimos ahí porque después el tipo se tiene que volver rajando.
- ¿No podés ir solo?
- Vos tenés auto…
Desde el café vieron llegar el aliscafo de Colonia Express. Era un mediodía soleado y fresco. A bordo iba un puñado de personas, entre ellas Vicenti, dos socios, y Lucrecia, que aún no lograba entender por qué esos hombres viajaban con anteojos oscuros. Durante la hora y media de viaje había observado la pose de mandamases con que se desparramaban sobre sus asientos, la risa forzada para festejar las ocurrencias propias y ajenas, el trato socarrón que dispensaron a la empleada del Free Shop.
Cuando llegaron, vio el sol sobre el muelle y recordó un viaje con amigas dos años atrás. Sus últimas vacaciones a la fecha. Bajaban los cuatro, ella adelante, cuando oyó a Vicenti decir “Ahí están”. Señalaba a dos hombres jóvenes, vestidos de jean y camisas claras. Caminaron en dirección a ellos.
- ¡Lindo día!- dijo el más bajo de los dos.
- Sí, nos trajimos el sol- contestó Vicenti extendiéndole la mano. Llevaba unos pantalones sastre de color claro, mocasines y una chomba polo. El otro joven se acercó a saludar.
- Vicenti, éste es el hombre del que le hablé, Ramiro Romanini.
- Mucho gusto, pibe.
Lucrecia –sin aguardar siquiera ser presentada- les echó un vistazo rápido. Le pareció reconocer al más alto, pero por más que se esforzó no pudo acertar dónde lo había visto antes. El grupo de seis personas se encaminó hacia la calle. Los uruguayos subieron a su auto, y el resto tomó un taxi en dirección al casco histórico. “¡Lindo día para un vinardi!”, exclamó Vicenti cuando llegaron a la Pulpería de los Faroles.
Al principio la charla fue tensa. En el lugar había pocos comensales, y sonaba un tango orquestal. Mientras escuchaba, Lucrecia tomaba agua mineral y comía una ensalada con calamares. Los demás apenas probaban bocado.
- ¿Se los resumo Andrés y….?
- …Ramiro.
- Establecernos en Montevideo, ni más ni menos. Sé que Andresito es bueno en eso, y según me dijo vos tenés buena pasta. Ser nuestra pata acá. Después iremos sumando gente.
- Del laboratorio. – Dijo Ramiro, escondiéndose detrás de la copa de vino. Por sobre su copa, Vicenti miró a Andrés con una media sonrisa.
Mientras caminaban por el empedrado, Lucrecia vio cómo los dos amigos uruguayos discutían. “Ramiro, reaccioná, ¡es mucha guita!”, escuchó que decía el petiso. De repente supo de dónde conocía al otro. Sintió como un calor le subía a la cara; volvió a escuchar una canción de Notevagustar y después, como en flashes, se sucedieron imágenes de un bar en la playa, de una noche fresca de febrero en La Paloma, de su mejor amiga, Rocío. Ramiro bailaba con ella. Pensar, con hambre no se puede pensar. ¡El vendedor de libros! Sintió el impulso de escribirle un mensaje de texto a Rocío para decirle que el destino la había vuelto a cruzar con su amor de verano, pero se reprimió. Hacía meses que no se hablaban, y además ya estaba en otra historia con un cordobés.
Lo vio pálido, con los hombros contraídos y se enterneció un poco. Lo veía desconfiado, igual que ella. Si Vicenti andaba en algún negocio extraño, no sospechaba qué podía ser. Y los cimbronazos recientes en su vida –la separación de Nicolás, la enfermedad de su papá, la despedida de la agencia- la hacían sentirse más vulnerable.
- ¿Estás medio en babia vos?- le preguntó Vicenti. Tenía un fuerte aliento a vino. Ella le sonrió.
- No… estaba pensando que nos tenemos que apurar. En una hora sale el barco de vuelta.
- Ah, bien, esa es mi chica. Anotáte todos los datos de estos dos que no sé dónde los puse y deciles que mañana volvemos a hablar.
Lucrecia dejó a Vicenti y sus dos amigos y caminó en dirección a los uruguayos, que se habían quedado rezagados.
- Chicos, disculpen.
- Yo a vos te tengo de algún lado.
- Sí. Vos, vos… En la Paloma. Báh, no, en realidad con una amiga te compramos un par de libros en Tristán Narvaja. Rocío.
- ¡Claro! ¿Cómo te va?
- ¡Bien! Ya ves… ahora soy asistenta de Vicenti. ¿Vos? ¿Seguís con el puesto y con la murga?
- Sí. Los libros siguen dando de comer. Y con la murga ahí vamos… el sábado nos presentamos en el tablado nuevo, el del Museo. Estamos probando un cuplé nuevo.
- Ah, ¿y cómo les fue?
- No, nos vamos a presentar. El sábado que viene.
- Ah, genial, mucha suerte entonces- Sonrió Lucrecia.
- Podés venir.
- Yo ya me vuelvo…
- Bueno, fijate, podés venirte con una amiga. ¡Un fin de semana en Montevideo!
- Dale, puede ser. Chicos, necesito anotar sus contactos, porque Vicenti perdió todo.- Andrés –que se había quedado mirando el piso, levantó la mirada. Parecía algo perdido.
- Ramiro no me cree que Vicenti es un buen tipo.
- Mirá, yo recién arranco a laburar con él. Sé que en el mundo de los laboratorios es muy respetado…
- ¡Y bueno! Éste no me cree.
- Es que a nosotros nos quiere para meter droga, gil.
- Sí, ya lo sé, ¿Y?
Sintió náuseas. ¿Eso era? ¿Estaba trabajando con un narco? Pero... ¿por qué un tipo así… qué necesidad…? Tambaleó sobre sus pies, y tuvo que apoyarse sobre el hombro de Andrés. Echó un vistazo a Vicenti, que ahora se había apartado para hablar por su celular, y a los otros dos, cuya expresión, tras las gafas de sol, era indescifrable. El cielo se había cubierto de nubes.
- Yo… no sabía… -balbuceó.
- No te hagás problema, Lucrecia, está todo bien. ¿Querés un poco de agua? Estás pálida.
- No, dejá. Chicos, se nos va el barco.- Anotó rápido los números de ambos amigos, y trotó en dirección a Vicenti, que la esperaba con gesto burlón y las manos en los bolsillos.
- Veo que nos vamos despabilando.
- ¿Qué? – Intentó disimular ella.
Cuando llegaron a Buenos Aires se despidieron sin muchas palabras. La irritaba la tranquilidad de Vicenti. Con qué convicción creía que seguiría trabajando para él. “Un narco, Dios, un narco”, se había repetido durante todo el viaje. “Por qué yo?”, “¿Cómo hago?”. Pensaba que si al día siguiente renunciaba a su nuevo empleo, Vicenti no se iba a quedar de brazos cruzados esperando que vinieran a detenerlo. Si en cambio, seguía bajo sus órdenes y lo denunciaba, resultaría evidente quién había declarado. La única opción a la vista parecía ser callar. Sentía miedo. Pensar, con hambre no se puede pensar, cantó para sí. Añoró por un momento la inocencia despreocupada de aquella noche de playa.
Apenas llegó a su casa dejó mensajes en los teléfonos de su hermano: “Juan, necesito hablar con vos, es urgente”. Pasaron las horas y no recibía respuesta. No podía hablar de esto con su madre ni mucho menos con su padre: terminaría de matarlo. Tomó su agenda y marcó en su celular los once números del móvil de Ramiro. Se sintió reconfortada al oír su voz al otro lado de la línea.
- ¿Vas a hacer negocios con este tipo?
- No puedo hablar ahora.
- Sí o no, es simple.
- No.
- Necesito saber cómo zafar de esto. –Lo escuchó chupar el mate.
- Mirá, yo ahora estoy acá con Andresito, mi amigo, ¿te acordás má? Más tarde te llamo, ¿dale?
- Ah, dale, un beso. Te pido que me llames.
Esa noche no la llamó ni su hermano, ni Ramiro. Probó mandarle un mensaje de texto a Sol, la más sensata de sus amigas, pero la encontró cenando en primera cita con un ex compañero de Medicina. No lograba conciliar el sueño. Dio vueltas en la cama. Se levantó, tomó un té de tilo, volvió a acostarse, prendió la computadora, se volvió a levantar, le dio dos secas a un porro viejo… La última vez que vio el reloj, eran las cinco y pico. Cuando al día siguiente abrió los ojos, se sentía agotada.
Por la ventana que daba al interior del edificio vio caer una lluvia tenue y persistente. Puso a calentar café, y mientras tostaba pan acudieron a su mente todos los hechos del día anterior. Prendió el celular, esperando encontrar algún mensaje. Nadie había llamado. Untó las tostadas con queso crema y mermelada. Le costaba tragar. Tomó el café y se tiró en el sillón a pensar. Ya no se proponía averiguar los por qués, sólo quería saber cómo salir de ese enredo. Llamó a Ramiro, que la atendió somnoliento y complacido de escucharla.
- Hola, Lucrecia, ¿estás acá?
- ¿Acá dónde?
- En Montevideo…
- Ah, no, estoy en mi casa.
- Pensé que nos venías a ver… ¿te acordás que hoy toco?
- Sí, bueno, mirá, yo sé que no hay tanta confianza entre nosotros, pero sos una de las pocas personas en quienes puedo confiar con todo este quilombo de Vicenti. Te pido que me ayudes, estoy muy nerviosa con todo esto.
- Venite.
- Llueve mucho… y ya es casi el mediodía.
- Daaaale. Además acá está soleado.
- Dejame que vea. ¿Si voy me vas a ayudar?
- Claro, vó. – Lucrecia sonrío.
- Bueno, puede ser.
De repente, en medio de esa pequeña pesadilla en que se sentía inmersa fantaseó con una historia romántica. Imaginó caminatas por la rambla montevideana, y tardes de mimos en la casa bohemia que, imaginaba, él tenía. Pensó incluso que, una vez afianzada la relación, ella iría a visitarlo seguido, y otras veces él vendría a Buenos Aires. Se miró al espejo, y se vio algo flaca -seguramente los nervios de la semana- y las ojeras seguían ahí. Se dio una ducha y tiró un par de jeans y zapatillas en un bolso. No tenía nada que perder.
No nos dejes por mucho tiempo che, que me estaba entusiasmando con la lectura y se acabo...
ResponderEliminarjejej tenés razón! es que pienso que no le interesa anadie,.. por eso me cuelgoo!!!
ResponderEliminarPero ahora que tengo a una lectora voraz, subiré las siguientes partes rapidíN!
Beso grande Lu!
Está buena la historia.
ResponderEliminarRecién te encuentro así que voy a recorrer tu blog, permiso!
Confieso que perdí un poco el hilo -hace tiempo que leí las otras partes- y por momentos me perdí..
ResponderEliminarSaludos.
Mortal!!!!, ya quiero saber como sigue.
ResponderEliminarSoy hija de padres uruguayos, así que todo lo que nombras me suena tan familiar.
Beso
Bienvenida Dana! Podés ir tb a elotro-elmismo.blogspot.com
ResponderEliminarAlter Alma! Te entiendooo! Es que no podía subir semejante cuentazo todo junto =/ Espero que no te pierdas más.
Vivi: Mañana subo la siguiente parte (no sé si ya la última) Gracias!