miércoles, 28 de marzo de 2012

Vicenti: segunda entrega

IV
Andrés estaba visiblemente ansioso. Llevaba puesta una gorra, una remera escote en V y pantalones que apenas le pasaban las rodillas. Ramiro pensó que al porteño siempre se le notaría su “porteñez”. Se preguntaba por qué lo buscaba a él. Desde que había abierto su puesto de libros en Tristán Narvaja no habían vuelto a hacer negocios juntos. Es cierto que el dinero le vendría más que bien. ¿Pero quién era este Vicenti?

-    ¿Quién es?
-    Mirá, todo lo que sé es que es bueno con los negocios. Sé que este tipo no nos va a cagar.
-    ¿A cagar con qué?
-    Con nada.
-    ¿Pero qué es exactamente lo que tenemos que hacer?
-    Mirá, el viernes nos reunimos y nos cuenta bien... Si no te va, quedás afuera y a otra cosa.

Ramiro se quedó pensativo. Miró la mancha de humedad en la pared y el aparador donde el polvo marcaba el lugar exacto donde solía estar el retrato de Carolina. Llevaba un tiempo sin demasiado rumbo. Tenía una novela a medio escribir y los ensayos de la murga. No mucho más. Tomó el atado de Nevada, y encendió uno. Le convidó a Andrés.

-¿Comiste?
-No.
-Tengo unos fideos, si querés quedarte.
-Dale.- contestó su invitado. Por la ventana de calle sólo se veía la noche de nubes violáceas sobre Ciudad Vieja.


V
Salió de la ducha y se vistió. Seguía sin convencerse de todo el asunto Vicenti. Había mandado un correo a su jefa avisándole que llegaría más tarde porque tenía médico. El corazón le latía fuerte. Se preparó un té y llamó a su hermano, que vivía cerca. No lo encontró. Enseguida recordó que había viajado con su novia. “Le voy a escribir”, pensó, cuando escuchó el portero eléctrico.

-    ¿Lucrecia Binelli?
-    Sí, ella habla, ¿quién es?
-    Vengo a traerle un telegrama.

Bajó descalza. En el espejo del ascensor vio su pelo mojado, y sus ojeras, cada día más marcadas. Lo supo apenas vio al repartidor del correo: estaba despedida de la agencia. Por su mente cruzaron imágenes: su jefa, la palmada sobre el hombro, el ascenso de Suárez días atrás, Vicenti y la certeza de que estaría libre para esa hora. Subió confusa, mareada y con el corazón latiéndole al galope. Volvió a intentar con su hermano. No encontró a nadie.

“Soy Lucrecia, tengo una cita con el señor Vicenti”. La recepcionista la miró por un momento, marcó un número en el conmutador, la anunció, retuvo su DNI y la hizo pasar. El hall del edificio sobre Avenida del Libertador era imponente, casi intimidante. No hizo falta que tomara el ascensor: por una escalera apareció Vicenti.

-    Sabía que ibas a venir.
-    Hoy me desp…
-    Sí, ya sé. Vení, vamos al café de acá al lado.

Se sentaron a una mesa redonda y pequeña, bien al fondo. Vicenti parecía tranquilo hoy. Llevaba un traje marrón y una camisa celeste. Se había sacado la corbata.

-    Esos lugares de prensa son tan inestables- arrancó.
-    Sí bueno, pero todavía no entiendo el por qué, ni sé qué tengo que hacer. ¡Nunca me despidieron de ningún lado!
-    No lo tomes personal, es el mejor favor que podés hacerte - dijo Vicenti, y terminó de un sorbo su pocillo de café negro.- Yo acá vengo a proponerte algo mejor. Últimamente tengo una serie de viajes con los que no estoy dando abasto. Stella, mi anterior secretaria, está con licencia médica o yo qué se qué y necesito alguien que me de una mano, ¿entendés? Que me alivie un poco la agenda. La plata va a ser mucho mejor que la que venías ganando.
-    Antes que nada, muchas gracias por tenerme en cuenta, pero me gustaría  pensarlo. Yo en realidad estudio otra cosa y…
-    Pensalo y me llamás – Tiró un billete de 20 pesos sobre la mesa. Carraspeó –Si me disculpás, tengo una reunión con la gente de marketing del laboratorio. 

Lucrecia permaneció en el bar por algunos minutos. Llevaba diez años pasando de un trabajo a otro. No conocía más tiempo libre que el de sus fines de semana. Pensó en Lucio Vicenti, en su convicción para contratarla, en el generoso sueldo que le ofrecía. Volvió a su casa caminando, se tiró en la cama  y se quedó profundamente dormida.
Al despertar ya había anochecido, y algo en sus sueños la persuadió de agarrar el puesto. Chequeó sus correos y encontró uno de su ahora ex jefa, donde le explicaba que había habido recortes de personal y que, en adelante, sólo quedarían la Olson, Suárez y dos más. Sintió alivio, y a la vez desazón por la frialdad con que estaban escritas esas líneas. La idea de cobrar una indemnización la hizo fantasear, después de mucho tiempo, con por fin viajar a su soñada Londres. “¿Cuándo arrancamos?”, le escribió a Vicenti.

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